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Venturas y desventuras en una farmacia (I)

Escrito por: Redacción Club de la Farmacia
13/01/2016
Club de la Farmacia - Blog - Venturas y Desventuras

Esta historia, que fácilmente podría ser la de cualquier farmacéutico con algunos años de profesión a sus espaldas, comienza en el verano de 1977, año de elecciones generales, aunque para mí aquello fuera solamente anecdótico.

Hacía casi doce meses que había terminado la carrera y estaba convencida de que muy pronto tendría mi propia oficina de farmacia. Ya me veía tras el mostrador, con mi bata blanca lavada con Ariel. Confieso que en un principio había pensado dedicarme a la industria o a la investigación, pero al final se impuso la opinión de mis padres que querían para mí una profesión en la que no dependiera laboralmente de nadie.

Era ya el mes de julio, y nuestro plan empezaba a tomar cuerpo. Me leí de cabo a rabo las normas que venían desde 1955 para apertura de farmacias —especialmente el Decreto de 31 de mayo de 1957—, pero también un proyecto que andaba circulando y que finalmente se aprobaría al año siguiente. Parecía que me convenía abrir cuanto antes porque probablemente iban a hacer más difíciles las autorizaciones, agrupar solicitudes o exigir más metros cuadrados. Sobre todo mi madre… se puso muy pesada con lo de abrir farmacia cuanto antes, porque según ella toda nueva ley siempre empeora lo que hay…

Y empezamos a echar cuentas: lo primero era saber cuánto podía costar una farmacia, cómo la iba a pagar y dónde podía establecerme. En aquellos años, las farmacias dependían del Ministerio de la Gobernación y el Instituto Nacional de Previsión era el que pagaba las recetas, pero todo estaba cambiando y en unos meses nacería —al principio sólo formalmente— el Insalud y las otras entidades de asistencia sanitaria de la Seguridad Social. Al final los números salieron. Mi familia me prestaría las 250.000 pesetas para el pedido inicial a la cooperativa y algo más para los primeros gastos, y yo me haría cargo del millón y medio de pesetas que me iba a costar conseguir el local para instalar la oficina, después de pagar una señal, y firmando un montón de letras que iba a tardar lustros en devolver al banco. Pero el tiempo no me preocupaba… ¡con 25 años todo parece tan fácil!

Fuimos a la sucursal del banco a hablar con el director, amigo de mi padre, y todo parecía estar en orden. Ya me veía estampando firmas en un enorme taco de letras ¡El abecedario completo! Porque además del dinero para el local, habría que comprar muebles, un sofá para las guardias, la caja registradora y ¡ah! que no se me olvide… ¡la máquina para sumar el importe de las recetas! Todo lo pagaría con letras.

Pero había más cosas en las que pensar. Aunque el banco parecía dispuesto a prestar el dinero para un negocio como la farmacia, que se suponía rentable, lo importante era encontrar un local que cumpliera la distancia reglamentaria de 225 metros con el resto de farmacias ya instaladas, porque nuestra ciudad tenía más de 100.000 habitantes y todavía no había llegado a cubrir el tope de una farmacia por cada 4.000 vecinos.

 

Así, podía poner mi farmacia, pero tenía que encontrar dónde. Por aquel entonces lo más difícil era encontrar el local; todo el mundo intentaba ser el primero en pedir la autorización en cuanto se sabía de un establecimiento que cumplía las condiciones. Además, no interesaba alquilar o adquirir un traspaso: el propietario, en cuanto se enteraba de que ponías una farmacia, te subía el arrendamiento por las nubes. Tampoco podías decir, si te decidías a comprar el local, que eras farmacéutico porque ocurría tres cuartos de lo mismo con el precio de compra. O, peor aún, se lo vendían a un tercero que hacía una oferta mejor. Y no te digo nada si los que se enteraban eran los titulares de farmacias vecinas, porque entonces se liaban a pedir autorizaciones para un traslado que nunca llegaría o para una apertura que tampoco… y tú olvídate de poner farmacia. ¡Había que ser extremadamente cauto y discreto!

 

Así que nos pusimos a buscar… Yo, mis hermanos, mis amigos y todos mis primos.… ¡Si hasta movilicé a la tía Renata, que está enganchada a las maquinitas de los bares, para que fuera preguntando por ahí por locales vacíos para poner una papelería!

El centro enseguida lo descartamos por imposible: ni siquiera las carbonerías que había por aquel entonces se prestaban a un traspaso. Mejor una barriada en las afueras… Y mira qué suerte que a finales de agosto ya había oteado un local sin construir que no estaba mal situado, cerca de un estanco y con otros edificios en construcción.

Post GrandaLlegamos, por tanto, a la fase más delicada: había que medir distancias sin alertar a las farmacias del barrio. Menos mal que yo contaba con la ayuda de unos amigos de la carrera —y un casi novio— que me dieron la solución: la noche es para medir.

Ni cortos ni perezosos nos hicimos con una buena cuerda de doscientos veinticinco metros exactos y, a las 3 de la madrugada, vestidos de oscuro (sólo nos faltaban los antifaces) y después de comprobar que la botica más cercana no estaba de guardia, nos liamos a desplegar el cordón desde el centro mismo de la fachada hasta la puerta del presunto local, pasando por el eje de la acera y por los dos cruces correspondientes, todo siempre por el camino más corto de los peatones con arreglo a las normas de circulación. Un par de coches nos aplastaron la cuerda sin más y hubo otro par de borrachos que movían la cuerda… pero todo parecía ir bien hasta que nos encontramos el chaflán, porque… ¿cómo se mide un chaflán?

No se lo creerán… pero tuvimos que repetir la operación varias noches después de leernos minuciosamente una orden de 1959, y acabar midiendo desde todas las farmacias próximas. El chaflán fue un problema, pero no el mayor… había otra oficina de farmacia que tenía dos trayectos para peatones distintos, porque la gente había creado un atajo pasando por una zona que no sabíamos muy bien si era calle o propiedad particular, así que había que ir al registro de la propiedad y al ayuntamiento.

Finalmente, tras negociar con el dueño del local y arriesgarme a dar la señal, todo fue un sinvivir hasta que presentamos los papeles en el Colegio, con nuestro plano bien señaladito, para que abrieran el expediente y nadie se nos adelantara. Con todo, el día que llevé los papeles me dijeron que había otro farmacéutico que también había pedido autorización, no sabemos para qué zona, así que seguramente el Colegio acabaría haciendo algún tipo de desempate.

Otro problemilla tonto que tuvimos estaba relacionado con mi título. Fue tal mi alegría al terminar los estudios que se me olvidó que había que pagar las tasas y me fui de vacaciones sin pasar por secretaría de la Facultad. El retomar los trámites nos retrasó bastante, pero la cosa tenía solución y me dieron un certificado.

Creo que fue a finales de noviembre o ya en diciembre cuando llegó la notificación de que el expediente había concluido para bien, y me dieron un mes para presentar los planos y el contrato de compra o de alquiler (eso al menos ya lo tenía porque cualquiera se arriesga a pedir la autorización y que luego no te vendan el local) y otros seis meses para abrir la farmacia. No quería pedir prórrogas, así que hicimos todas las obras a marchas forzadas. Además, tuve que ir al Colegio para pedir la certificación de que estaba resuelto el expediente a mi favor para cuando llegaran los inspectores del Ministerio y el Ayuntamiento a diligenciar la apertura oficial.

Pero, finalmente, en abril de 1978 tenía la placa de Licenciada Martín en la fachada y una flamante oficineja de unos sesenta metros cuadrados en la que —al menos de momento— no podía ni soñar en contratar a ningún empleado. Así que, ¡todas las guardias para mí!

Pensarán que aquí se acabaron los problemas pero…solo en parte. Ahora tenía que ganarme a la clientela, que en su mayoría venía a la botica a por supositorios, inyectables y jarabes: la mitad de lo que dispensé ese año eran esos medicamentos. Y tenía también que pasarme unas horitas a la semana rellenando las hojas de pedido con letra clara de amanuense, llamando por teléfono a la cooperativa y luchando con los tipos de la Seguridad Social que revisaban las recetas a destajo, para que me devolvieran las menos posibles…

Echando cuentas, mis márgenes eran bastante menos que ese 30% que decía el Ministerio que correspondía a los medicamentos hasta las 500 pesetas, pero me daba para pagar las letras, que era —al fin y al cabo— lo que importaba para no cerrar el negocio.

Por entonces también me enteré de que el 30% de la farmacia más el 12% del almacén no es un 42 sino un 38,40%, como me explicaron en la cooperativa, que siempre han sido los que más saben de números. Tendía que mejorar mis matemáticas farmacéuticas, pero al menos tenía la suerte de que había un médico en el barrio que dispensaba casi siempre del mismo laboratorio y era fácil mantener el stock y su rotación (otra cosa que también aprendí).

Fecha de la última modificación13/01/2016

1 Comentario

  1. ASTRID LORENA RESTREPO

    Me encanta este articulo, me gusta la forma sencilla como se cuenta y en este momento de mi vida estoy viviendo una situación muy parecida, estoy iniciando mi proyecto de farmacia y estoy dándome cuenta de muchas cosas que pase por alto o no caí en cuenta o no conocía, jajaja,bueno soy de Colombia de un municipio que se llama Chigorodó. Estoy feliz de haber encontrado este blog y de unirme a este club y se que será de gran ayuda para mi.

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